La voz de Leonardo sonaba cálida al otro lado del teléfono, con ese tono que ella solía asociar con besos suaves, películas los viernes y risas debajo de las sábanas.
—¿Vas a quedarte en la universidad este fin de semana, o te paso a buscar? —preguntó con una mezcla de esperanza y ansiedad. Maribel dudó unos segundos. Tenía tres exámenes encima, trabajos por entregar, y unas ojeras que podían declarar independencia. —Voy a quedarme —murmuró, intentando sonar firme—. Es la última semana fuerte. Ya casi termino este semestre y luego uno más para lograr mi meta. Necesito enfocarme. —Solo… te extraño, nena. Ya van dos semanas sin verte —añadió él, bajando la voz como si la desnudez de la frase fuera demasiado. Ella apretó los labios. Lo sabía. Pero entre prácticas, noches en la biblioteca y los ensayos finales, apenas le quedaba tiempo para respirar. —Lo sé. Yo también te extraño amor. —dijo finalmente. —Bueno, hablamos más tarde, ¿sí? Descansa, Mar. Colgó. Y el silencio que quedó fue peor que cualquier examen. Maribel dejó el teléfono a un lado y suspiró. Era viernes, ya pasaban las nueve. Tenía apuntes por repasar y café frío en la mesa… pero también tenía un cosquilleo en el estómago que le decía que algo no estaba bien. O tal vez era culpa. Cansancio emocional. Tenía a Leonardo abandonado. Tal vez era el amor queriendo recuperar lo que la carrera le estaba robando. Leonardo siempre había sido bueno con ella. Le traía comida cuando estudiaba, la ayudaba con sus presentaciones, la esperaba hasta tarde cuando salía de clase. Incluso se llevaba bien con su madre. Y la ayudaba cuando ella no estaba, incluso a veces solo le hacía compañía a su mamá ya que ella y su madre siempre habían estado solas y la extrañaba demasiado. Él era lo mejor que le había pasado. Lourdes, su adorada madre era encantadora, joven para su edad, y tenía esa mezcla de elegancia y desparpajo que muchos admiraban. Pensó en lo feliz que se pondría Leonardo si ella llegaba sin avisar. Lo sorprendería. Tal vez podrían cocinar algo juntos. Dormir abrazados. Hacer el amor como hacía semanas no lo hacían. Así que cerró la laptop, guardó sus cosas, y tomó el primer tren hacia su casa. Eran casi las once y media cuando llegó. La calle estaba tranquila. Las luces de la entrada encendidas. Y allí estaba. El auto de Leonardo. Su corazón dio un vuelco, pero uno bueno. Aceleró el paso, emocionada por ver que podía sorprenderlos a los dos a la vez. “Seguro está acompañando a mamá mientras cenan para que ella no este tan triste por que no estoy …”, pensó con una sonrisa. Pero apenas se acercó al porche, algo le rasguñó la intuición. La puerta estaba sin seguro. Empujó con suavidad y entró. Música sonaba desde el fondo. Algo lento, suave, casi erótico. —¿Mamá? —llamó con voz entrecortada, esperando una respuesta que no llegó. Dejó su bolso en la mesita. Dio unos pasos hacia la sala. Ahí comenzó a sentirse rara. Una blusa negra estaba tirada sobre el sofá. Un cinturón masculino, en el suelo. Su mirada fue siguiendo el rastro como quien se acerca al borde de un abismo. Tacones. Un pantalón de mezclilla. Un sostén rojo, abierto. La sangre comenzó a zumbársele en los oídos. No. No. No puede ser…. Subió las escaleras sin pensar. Solo sentía un nudo en el estómago, una rabia ciega que peleaba con la negación. Desde el pasillo comenzó a escuchar gemidos. Una voz masculina ahogada en placer. Otra femenina, jadeante… muy familiar. —Dios… sí… así… El mundo se le desmoronó un poco con cada paso. Se detuvo frente a la puerta de su madre. Su cuerpo temblaba. La mente suplicaba que fuera una pesadilla. Que fuera un malentendido. Que fuera cualquier cosa menos lo que sospechaba. Abrió la puerta. Y los vio. Allí estaban. Su madre, desnuda, montada sobre Leonardo. Él con las manos sujetando sus caderas, los ojos cerrados, la cabeza hacia atrás. Sudados. Embriagados de deseo. La música aún sonando. Una escena de pesadilla sin filtro. Maribel no gritó. No lloró. No se desmayó. Solo habló. —¿Disculpen… estoy interrumpiendo algo? El silencio fue brutal. Lourdes se giró como si la hubieran electrocutado. Leonardo palideció como si hubiera visto un fantasma. Los ojos de ambos eran el espejo del horror. —Maribel… —susurró Lourdes, sin poder moverse. El cuerpo de Maribel no respondió al impulso de salir corriendo. Tampoco al de derrumbarse. Solo los miró. Inmóvil.