Pedro Juan volvió al apartamento con el cuello ligeramente húmedo por la lluvia fina y el peso del cansancio en la espalda.
No esperaba verla aún despierta.
Pero tampoco esperaba lo que encontró.
Nada.
Ni su bolso.
Ni su peluca roja sobre la silla.
Ni sus zapatos desordenados junto al sofá.
Ni el leve olor a perfume dulce que solía quedarse como un susurro en el aire.
Solo un par de sábanas frías y las llaves sobre la almohada.
Frunció el ceño.
El corazón le dio un leve salto.
No de pánico.
Más bien… de decepción.
—¿Por qué te fuiste, Lilith?
Susurró su nombre en la oscuridad, como si pudiera invocarla.
Como si con eso bastara para hacerla volver.
Se sentó al borde de la cama, aún con la camisa desabrochada.
Pasó una mano por el cabello, frustrado.
¿Había sido por el mensaje?
¿Lo había visto?
No debería importarle.
No habían hecho promesas.
No había compromisos.
Pero le importaba.
Más de lo que se atrevía a admitir.
—
Mientras tanto, al otro lado de la ciudad, Maribel daba vueltas en