Luna
Hay miradas que pesan. Que se sienten sobre la piel como si fueran manos invisibles recorriendo cada centímetro de tu cuerpo. Esa sensación me perseguía desde hacía días, cada vez que Leonardo entraba en la misma habitación que yo.
Estaba segura de que me observaba cuando creía que no me daba cuenta. Lo sentía en la nuca, como un escalofrío persistente. Sus ojos se posaban en mí y luego, cuando giraba para enfrentarlo, desaparecían, huidizos, como si nunca hubieran estado ahí.
Era martes por la tarde y me encontraba en la biblioteca organizando algunos libros que había estado leyendo. La puerta se abrió sin previo aviso.
—Disculpa, no sabía que estabas aquí —dijo Leonardo, deteniéndose en el umbral.
—No hay problema, es tu casa —respondí sin mirarlo, fingiendo concentración en los volúmenes que sostenía.
Sentí sus pasos acercándose. Se detuvo justo detrás de mí, tan cerca que podía percibir el calor de su cuerpo. Su mano rozó la mía cuando alcanzó un libro en el estante superior.