Sasha estaba de pie en un campo interminable cubierto de neblina espesa. Podía sentir la humedad acariciándole la piel, el frío entumeciéndole los dedos. Pero lo que más la perturbaba no era el ambiente, sino el silencio. Un silencio tan absoluto que dolía en los oídos.
Avanzó, dando pasos lentos. El suelo crujía bajo sus pies como si caminara sobre huesos secos. En algún lugar a su alrededor, sombras se deslizaban, acechando. Intentaba enfocarlas, pero se movían demasiado rápido, disolviéndose entre la bruma.
—¿Hola? —su voz sonó pequeña, lejana.
Nadie respondió.
De pronto, una forma más sólida emergió entre la niebla: un árbol torcido, con ramas negras que parecían garfios. Bajo él, algo se retorcía. Sasha sintió el estómago encogérsele cuando comprendió que eran cuerpos humanos, fusionados, palpitando como si compartieran un mismo latido.
Quiso retroceder, pero sus pies estaban clavados al suelo. Fue entonces que escuchó un susurro, tan claro que le erizó la nuca:
—Mami…
Giró la ca