La ciudad de Santa Oria yacía en silencio. Las calles, normalmente bulliciosas y llenas de vida, ahora estaban vacías, desmoronadas por la destrucción. Los edificios, alguna vez orgullosos y bien cuidados, mostraban cicatrices profundas, ventanas rotas y paredes llenas de grietas, como si todo estuviera a punto de colapsar. La niebla, que ya no era tan espesa, aún se arrastraba por el suelo, como un recordatorio de la oscuridad que había cubierto a la ciudad. El aire estaba impregnado con el olor a muerte y descomposición, un olor que se filtraba en los pulmones, empujando el miedo hacia el centro de cada ser humano que aún se atreviera a caminar por allí.
El sonido de pasos furtivos rompió el silencio, pero no era el de una criatura. Un joven de unos 23 años, con el rostro sucio y marcado por las cicatrices de la lucha, avanzaba cautelosamente entre los escombros. Su ropa estaba rasgada, sus zapatos gastados, pero sus ojos, aunque llenos de cansancio, reflejaban una feroz determinaci