El amanecer llegó gris y lento, como si el mismo sol temiera asomar entre las nubes cargadas de tormenta. Dentro del refugio, el aire estaba espeso por el incienso y los antiguos polvos que Eugenia había esparcido en el suelo, formando un gran círculo de símbolos arcanos. Las paredes parecían absorber cada sonido, y hasta el leve murmullo del viento afuera se extinguía al cruzar el umbral.
Diego respiró hondo. Podía sentir un cosquilleo en la piel, como si diminetas chispas recorrieran su cuerpo. Frente a él estaban Sasha, Alma, Aitana y Elías. Cada uno con su marca brillando tenuemente, como brasas vivas. El sexto guardián ahora existía en Sasha, pero el vacío del cuarto se sentía como un hueco frío en el centro de la sala.
—¿Están listos? —preguntó Eugenia, con la voz baja, casi reverente.
—Lo estamos —respondió Diego, aunque en su interior algo palpitaba con un temor oscuro.
Alma cerró los ojos, y un leve resplandor azul emanó de su pecho. Elías tomó aire y su sello ardió con un to