La noche estalló en un rugido.
Los primeros gritos llegaron como ecos lejanos, distorsionados por la interferencia de las radios. Un operador militar en la frecuencia de emergencia tartamudeaba entre palabras entrecortadas y sonidos de estática:
—¡Están por todas partes! ¡Repito, están...! ¡No hay salida!
Ashen sostenía con fuerza el transmisor, los nudillos blancos, el rostro pálido, y la mirada fija en el punto vacío frente a ella. Aitana, que estaba a su lado, dejó caer el termo de agua caliente que sostenía. El vapor se alzó lentamente, como un suspiro inútil frente a la muerte.
—¿De dónde venía esa transmisión? —preguntó Karen, con voz tensa.
—Ciudad de Piedra Blanca —susurró Ashen—. Una de las últimas zonas seguras que quedaban…
Otra voz reemplazó a la anterior, más joven, más desesperada.
—¡Nos rodearon! ¡Nos rodearon! ¡No... no nos queda mu...!
El chillido agudo de algo más —no humano— desgarró la frecuencia. Luego, el silencio.
El horror se hizo carne en los ojos de todos los