La ciudad de Santa Oria quedaba a espaldas de los guardianes, pero el aire seguía trayendo ese olor acre y putrefacto que parecía impregnarlo todo. Alma había guiado a Diego, Sasha, Aitana y Elías hasta un barrio que alguna vez debió ser próspero: casas de dos plantas, veredas limpias, plazas con árboles altos… pero ahora no quedaba más que la ruina.
El asfalto estaba rajado y cubierto de charcos oscuros, los faroles torcidos iluminaban apenas con un parpadeo agónico, y las paredes estaban adornadas con marcas de garras y manchas secas que no hacía falta examinar demasiado para saber de qué eran. Las criaturas se movían entre las sombras, como si fueran parte de ellas, vigilando, esperando.
Entre ese escenario de muerte, había un joven. No debía tener más de veintitrés años, con el cabello negro desordenado y una chaqueta raída. Llevaba un cuchillo oxidado en una mano y una barra metálica en la otra. Sus movimientos eran rápidos, desesperados. El grupo lo vio a lo lejos: se defendía d