CAPÍTULO 50 — Lo que callan las hijas
Fatima la observaba desde la mesa de enfrente, sin decir nada. Había aprendido a no presionarla cuando la notaba así: distante, perdida en sus pensamientos, como si luchara contra algo invisible.
El sonido de unos pasos en el pasillo interrumpió el silencio. La puerta se abrió despacio.
— ¿Isabella?
La voz de su madre resonó suave, pero con esa mezcla de dulzura y autoridad que nunca la abandonaba.
— Mamá… pasa —dijo Isabella, intentando esbozar una sonrisa—. No sabía que vendrías.
Catalina entró con paso sereno, impecable como siempre. Su elegancia parecía resistir cualquier tempestad. Saludó con un gesto amable a Fátima.
— Hola, querida. Qué gusto verte.
— El gusto es mío, señora Catalina —respondió Fátima, poniéndose de pie—. Les dejo un momento a solas, voy a revisar unos archivos.
— No, no es necesario —dijo Isabella—. Quédate, Fati. No hay secretos entre nosotras… o al menos no debería haberlos —añadió, con un tono que mezclaba ironía y cans