El reloj mental que gobernó mi vida por años, hizo que mi cuerpo se levantara en modo automático. Avancé directo a la cocina para preparar el desayuno.
Llegué a la encimera, extendí la mano hacia donde debía estar la cafetera de Nicolás.
Fue en ese momento, que detallé mi alrededor: encimeras de cuarzo, claridad matutina a través de grandes ventanales, reflejándose en superficies que no me eran propias.
No estaba en mi casa.
La melancolía se había ido, sustituida por una sensación de paz.
Revisé el celular. Las llamadas y mensajes de él cesaron a la madrugada:
20:03 — «¿Dónde estás?»
20:07 — «Estoy llamando. Contesta, por favor.»
20:09 — «No puedes desaparecer así, Isa.»
20:25 — «Mi amor, háblame. Estoy preocupado.»
22:04 — «Isa…»
22:58 — «Amor, no hagas esto. Podemos arreglarlo.»
23:21 — «Necesitamos hablar. Te amo, ¿me oyes? No puedes arruinar todo por una estupidez.»
00:12 — «Voy a esperarte despierto. No puedo dormir sin ti.»
01:27 — «Isabela, por favor. No me ignores.»
02:19 —