Cuando Lizzie se alejó con el portafolio bajo el brazo, Allyson permaneció de pie, todavía con la imagen de aquellas carpetas grabada en la mente. La música y las voces parecían llegarle desde muy lejos, como si el salón entero se hubiera sumido en una especie de eco distorsionado.
No era la primera vez que veía documentos así. En el FBI habían aprendido a detectar, casi por instinto, los rastros de operaciones sucias escondidas bajo el disfraz de legalidad. Pero aquí… había algo distinto. Aquellos nombres, las cifras infladas, las obras inconclusas… todo parecía girar en torno a un punto común: la Fundación Halcón Gris.
Para la mayoría de la gente en ese pequeño pueblo, la fundación era una obra de beneficencia local, dedicada a becas estudiantiles, actividades comunitarias y programas para personas mayores. Un escudo brillante, imposible de cuestionar.
Pero para el FBI —y ahora para ella—, Halcón Gris era mucho más que un «proyecto social»: era el centro de una red de lavado de din