La niebla se quedó baja hasta el mediodía, como si Grayhaven hubiese decidido no levantar la cabeza. En la escalinata del juzgado municipal —piedra húmeda, columnas cansadas, un reloj que daba la hora con retraso—, tres trípodes sostenían cámaras locales y dos micrófonos se disputaban el atril con cintas adhesivas. Al costado, un puñado de vecinos apretaba los abrigos. A dos pasos de la baranda, Judy Barrymore conversaba con el “auditor” Morton en voz baja; Blake, manos en los bolsillos, vigilaba las caras una por una, sin prisa.
Allyson y Torres se mantuvieron en el borde, lo bastante cerca para oír, lo bastante lejos para no hacer del FBI un espectáculo. El jeep que había traído a Ethan desde la “entrevista voluntaria” esperaba con el motor encendido. Voos, sin esposas, con el rostro tenso, se negaba a subirse todavía. Miraba la escalera como si en el mármol hubiese un veredicto escrito.
A las 12:07, Latham apareció. Traje barato, corbata torcida, un sobre manila que apretaba con de