La noche se había cerrado sobre Grayhaven como un telón espeso, cargado de humedad. Las luces de las farolas titilaban en las calles vacías, proyectando sombras que parecían estirarse y encogerse con vida propia. Allyson Drake observaba desde la ventana de su habitación en el motel sin poder apartar la mirada de la neblina que reptaba entre los edificios, abrazando esquinas y callejones como si buscara ocultar algo más que el simple silencio de un pueblo adormecido.
El miedo a la oscuridad, esa vieja herida que arrastraba desde la infancia, regresaba con fuerza. Podía sentirlo en su pecho, en el modo en que su respiración se agitaba cuando las luces parpadeaban. Y, sin embargo, había algo más: una sensación instintiva de que no era solo oscuridad lo que rondaba Grayhaven, sino una presencia.
En su mente resonaban las palabras escuchadas en sus primeras horas en el pueblo: El asesino de la niebla. Una figura que, según los habitantes más supersticiosos, se movía silenciosa, reclamando