La niebla descendía temprano aquella tarde, envolviendo las callejuelas de Grayhaven como un manto espeso que parecía tragarse las casas de madera y los postes de luz oxidados. Era el mismo fenómeno que, desde hacía décadas, alimentaba las leyendas. Los ancianos del pueblo aseguraban que la niebla no era solo un fenómeno natural, sino la forma que escogía una presencia antigua para moverse entre los vivos. Lo llamaban el asesino de la niebla, un espectro que escogía a sus víctimas al azar, hombres y mujeres que, de pronto, eran hallados muertos en circunstancias que desafiaban toda lógica.
Para algunos, eran simples accidentes: un resbalón en las escaleras húmedas, un automóvil que perdía el control en la carretera angosta, un ahogamiento inexplicable en las aguas tranquilas del lago. Sin embargo, lo extraño era que casi siempre ocurrían en noches cubiertas por aquella bruma que volvía imposible ver a dos metros de distancia.
Los más jóvenes reían al escucharlo, llamando «cuento de vi