La estación de policía de Grayhaven olía a café rancio y papeles húmedos. El reloj de pared marcaba las once de la noche cuando el sheriff Thomas Keating entró en la sala de guardia con el ceño fruncido. Tenía el sombrero en la mano, los cabellos grises despeinados y la expresión cansada de alguien que llevaba demasiados años enfrentándose a misterios que no lograba resolver.
Sobre la mesa estaban los reportes de la noche anterior: llamadas anónimas, varias, que hablaban de un tiroteo en las afueras del pueblo, cerca del camino que llevaba al hotel Silver Pines. Los denunciantes juraban haber escuchado disparos, incluso un vehículo acelerando a toda prisa. Sin embargo, cuando la patrulla llegó al lugar, no había un solo casquillo, ni un vidrio roto, ni manchas de sangre. Nada.
—Esto es un maldito circo —gruñó Thomas, rascándose la cabeza mientras caminaba de un lado a otro—. La gente no escucha diez disparos de la nada. Algo pasó allí, y nosotros llegamos demasiado tarde.
La joven ofi