Horas después de la intervención médica, el silencio de la habitación fue roto por un leve murmullo de sábanas. Hernán abrió los ojos con esfuerzo, como si levantar los párpados implicara atravesar una tormenta.
La luz blanca del hospital lo cegó por un instante. Le dolía todo el cuerpo. Sentía que cada respiración era una batalla.
A su lado, su médico sostenía una carpeta con estudios. Audrey estaba ahí también, sentada junto a la cama, con las manos entrelazadas, conteniendo la angustia en los dedos.
—Hernán —dijo el médico con voz grave pero serena—. No te esfuerces por hablar aún. Hemos hecho algunos análisis.
Él intentó moverse, pero un dolor agudo en el abdomen lo paralizó. Soltó un gemido ahogado. Luego, con la voz ronca, preguntó:
—No quiero que llamen a mi familia. Solo… díganme la verdad. ¿Estoy muriendo?
Audrey apretó los labios. Le dolía verlo así.
El médico se tomó un momento antes de responder.
—Hernán, como ya sabes tienes un tumor en tu estómago. Es maligno, sí… pero