—¡Hernán! —gritó Azul con un nudo en la garganta, desesperada, al ver cómo el cuerpo de su amado era conducido a toda prisa por los pasillos del hospital.
Ella corrió tras él, sin pensarlo, impulsada por el miedo que le carcomía el alma. Sus padres, Darina y Hermes, la siguieron a toda prisa, el rostro de cada uno marcado por la angustia, los ojos buscando respuestas que nadie les daba.
Pero apenas llegaron a la sala de urgencias, las puertas se cerraron en sus caras. No los dejaron pasar. Solo un par de médicos se internaron con Hernán al otro lado del umbral, y el silencio que quedó en el pasillo fue peor que un grito.
Azul rompió en llanto de inmediato, cayendo de rodillas en el suelo como si toda la fuerza se le hubiese ido con esas puertas automáticas.
—¿Qué es lo que tiene? —gimió, entre sollozos, buscando la mirada de Audrey—. ¡Habla! ¡Dime qué le está pasando!
Audrey bajó la mirada, claramente afectada. Su rostro palidecía y sus manos temblaban. Se tomó un momento para encontra