Hernán no pudo más, solo asintió.
Ella le dio una bofetada con la fuerza del alma rota.
—¡¿Por eso abandonaste a Azul?! ¿Por eso te escondiste como un cobarde? —le gritó entre sollozos, golpeándolo con ambos puños apretados contra el pecho—. ¡¿Y no pensaste en mí?! ¡¿En mamá, en papá?!
Luego, sin fuerzas, lo abrazó con desesperación, como si al rodearlo pudiera impedir que la muerte lo alcanzara.
—No puedes morir… no tú. No mi hermano. No puedes dejarme. ¡No quiero que te vayas, Hernán!
Hernán ya no podía sostenerse. Se derrumbó con ella en brazos, llorando como un niño. Sus dedos se aferraron a su hermana con una necesidad primitiva, como si ese abrazo fuera lo único que lo mantenía en pie.
—Por favor… —suplicó con la voz ahogada—. No se lo digas a nadie. Te lo ruego, Rossyn.
Pero ella se separó de él, su mirada encendida por una mezcla de rabia y amor.
—¿Eres idiota? —le gritó—. ¿Tú crees que esto es algo que se puede ocultar? ¿Quieres que mamá y papá se enteren cuando ya sea tarde?