Darina bajó del taxi con el cuerpo tembloroso y la mente sumida en un torbellino de pensamientos desbocados.
No llevaba nada más que la incertidumbre y el miedo.
La estación de tren de Mayrit bullía de vida, pero para ella cada rostro era una sombra, cada sonido, un eco lejano.
«¿A dónde iré? ¿Cómo escapar de este laberinto de acusaciones? Si me quedo, me encontrarán… me condenarán. ¡Soy inocente! Pero, ¿a quién le importa ya? No tengo nada… ni a nadie… salvo a mis hijos. No puedo permitir que me los arrebaten», murmuró mientras sus manos temblorosas recorrían la pantalla del panel de rutas.
Los murmullos y el ir y venir de la gente se desvanecían en un silencio interno.
Cada paso hacia la taquilla se sentía como avanzar en un sueño febril, donde el tiempo se alargaba en desesperación.
Cuando la vendedora, con una sonrisa impasible y distante, le preguntó:
—¿A dónde desea ir, señorita?
La voz de Darina salió apenas como un susurro quebrado:
—Barza...
La vendedora asintió sin mayor inte