Cuando Alondra llegó a la mansión, el guardia abrió la puerta sin expresión alguna, casi como si todo fuera parte de una rutina diaria.
—La chica esa… Darina, acaba de irse.
El mundo de Alondra pareció desmoronarse ante sus ojos.
—¡¿Qué?! —exclamó, su voz quebrándose en un grito de desesperación.
Sus tacones resonaron en el mármol de los pasillos, cada paso retumbando en su cabeza mientras corría a través de la mansión.
La rabia la nublaba, transformando sus pensamientos en pura furia.
Nunca había deseado tanto tener más guardias, más control sobre esa casa.
Pero la mansión Hang, en su opulencia, se sentía vacía, como un castillo sin soldados, donde Darina había escapado como una sombra.
Alondra se precipitó hacia el sótano, y fue allí donde la vio.
Verónica, estaba encogida, llorando en el pie de la escalinata.
Su cuerpo temblaba.
—¡¿Qué demonios hiciste?! ¿Dónde está Darina? ¿Por qué la dejaste escapar? —rugió Alondra, la rabia impregnando cada palabra, su voz venenosa.
Verónica leva