Alondra llegó al hospital con el corazón latiéndole con fuerza, el aire helado de la noche clavándose en su piel como pequeños cuchillos.
Se acercó al área de recepción, insistente, exigente, con el rostro crispado por la frustración y los ojos enrojecidos por el cansancio y el odio contenido.
—¡Déjenme pasar! ¡Soy su esposa! ¡Tengo derecho a verlo! —gritaba, aferrándose al borde del mostrador mientras el guardia de seguridad trataba de disuadirla.
Pero no sirvió de nada.
Las puertas permanecieron cerradas.
No la dejaron ver a Hermes. No después de todo lo que había pasado. No después de que su nombre comenzara a circular entre rumores y sospechas.
Entonces, apareció Alfonso.
Su sola presencia hizo que la tensión en el ambiente se volviera asfixiante. Caminó con paso decidido hasta ella, los ojos como carbones encendidos, la mandíbula apretada, furioso, como si hubiera estado conteniendo esa rabia durante años.
—¡Lárgate de aquí, Alondra! —espetó con una voz llena de veneno y desprecio