—¡Elliot! —El grito desgarrador de Edilene partió el aire como un rayo en plena tormenta. Corrió hacia el pequeño cuerpo tendido sobre el asfalto, sus manos temblorosas apenas podían tocarlo por miedo a hacerle más daño.
—¡No, no, por favor no! —sollozaba, sus lágrimas empapaban su rostro mientras intentaba hablarle al niño, que permanecía inmóvil, con la carita manchada de sangre—. Mi amor, mi vida… ¡Respira, por favor, respira!
Un alarido aún más agudo la interrumpió.
—¡Mi nieto! ¡MI NIETO! —Azucena apareció al borde del colapso, sus ojos horrorizados se clavaron en el pequeño Elliot. El tiempo pareció detenerse cuando cayó de rodillas junto al niño—. ¡Dios mío, no! ¡Él no!
Las sirenas rompieron el silencio opresivo. La ambulancia llegó y los paramédicos se lanzaron al rescate.
Colocaron a Elliot en una camilla, lo entubaron con rapidez mientras gritaban códigos entre ellos.
Edilene no quería soltar la mano de su hijo.
—¡Voy con él! ¡Soy su madre! —gritaba con desesperación, forcejea