Alfonso salió de la oficina a toda prisa, su corazón latiendo con fuerza.
Tomó su teléfono móvil y, con manos temblorosas, abrió la aplicación de correo electrónico.
Escribió la dirección y la contraseña con una rapidez inquietante, casi como si temiera que el tiempo se le escapara.
La pantalla cargó al instante, pero su mirada se detuvo en un lugar específico, como si algo lo llamara con urgencia.
La carpeta de spam. Sin pensarlo, la abrió.
Entonces lo vio. El video estaba ahí, como una revelación oscura que lo atravesaba con la fuerza de un rayo.
Era ella, Verónica, en la pantalla. Sus ojos se abrieron de par en par, su respiración se detuvo y, con un nudo en el estómago, vio cómo Verónica admitía lo que había estado ocultando: Darina era inocente, y las verdaderas culpables eran ella y Alondra.
El hombre sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies.
Un mareo intenso le recorrió todo el cuerpo, como si el dolor de la verdad lo estuviera consumiendo desde dentro.
Su rostro se tornó