El auto frenó de golpe frente a la comisaría.
Hermes bajó con tanta prisa que sus heridas se abrieron un poco más. Le ardían los músculos, la sangre seguía secando bajo su camisa, pero el dolor físico no importaba. Nada importaba salvo una cosa. Darina.
—¡Hermes, espera! —exclamó Alfonso, tratando de sujetarlo—. ¡Mírate! Estás hecho pedazos, no puedes ni caminar derecho.
Pero Hermes no lo escuchaba. No podía. No quería.
Darina estaba ahí dentro. Sola. Encerrada. Humillada por su culpa.
Cada paso lo sentía como una puñalada, pero aun así los dio.
Uno a uno, avanzando por ese pasillo gris como si fuera un túnel hacia su redención. Su corazón latía como un tambor frenético. No era solo preocupación… era miedo. Miedo a que ella no quisiera verlo. Miedo a haber llegado demasiado tarde.
Al ingresar, el comisario los miró con visible incomodidad. Sabía perfectamente quién era Alfonso… y conocía demasiado bien a Hermes. Sobre todo, ahora que las pruebas de corrupción caían sobre él como una a