Hermes cerró la puerta con llave con una fuerza que retumbó en el pasillo vacío, como si quisiera encerrar para siempre el eco de su desesperación.
El sonido metálico de la cerradura girando se perdía en la penumbra, evocando la soledad de un alma rota.
Sostenía la llave como si fuese un objeto sagrado, mientras sus ojos, fijos en Verónica, reflejaban una mezcla de determinación y dolor profundo.
—No la abras, a menos que sea algo extremadamente importante —dijo Hermes en un susurro grave, casi inhumano, mientras el peso de su preocupación por Rosa, lo envolvía como una espesa niebla.
Verónica asintió en silencio, con el rostro pálido y los ojos llenos de duda y temor.
Pero el nudo en el estómago de Hermes no se deshizo; el tiempo apremiaba y cada segundo lo alejaba más de poder salvarla.
Debía apresurarse al hospital.
Antes de que pudiera dar el siguiente paso, Alondra, que había permanecido en silencio, dio un paso adelante.
Su rostro estaba marcado por la angustia y la desesperación