Darina estaba encerrada. El aire viciado raspaba su garganta, y la humedad impregnaba cada rincón de la habitación. La oscuridad era casi total, salvo por una rendija en la puerta, donde un haz de luz amarillento apenas alcanzaba a rozar el suelo.
Se abrazó el vientre abultado, buscando en la fragilidad de su cuerpo la fuerza que su mente le negaba. Sus piernas temblaban y las lágrimas caían en silencio, empapando su piel, ahogándola en la desesperanza.
—Mamá… —susurró, su voz apenas un eco en la penumbra—. ¿Por qué me pasa esto? ¿Por qué siempre soy la chica de la mala suerte?
Recordar a su madre era como sentir una herida abierta.
Durante tanto tiempo había sido su refugio, su único consuelo. Pero ahora estaba sola. La soledad era un monstruo devorador, y Darina deseó, con el alma desgarrada, haber muerto junto a ella.
El hambre le calaba los huesos, pero el miedo era aún peor.
¿Cuánto tiempo más podría soportarlo?
***
Mientras tanto, en el pasillo de la mansión Hang, Verónica camina