El sonido de la ambulancia cortó la quietud de la noche
El rugido distante de la sirena se mezclaba con el eco de la desesperación.
En la penumbra, Hermes veía a Rosa, tan débil, recostada en la camilla, cada latido de su corazón parecía retumbar como un martillo en su pecho.
Mientras el chofer maniobraba cuidadosamente el automóvil hacia el hospital, Darina, sentada en el asiento trasero, apenas podía reunir sus pensamientos.
Su mente giraba en torno a la imagen imborrable de Rosa: la jovencita convulsionando en el suelo, con la boca salpicada de sangre y los ojos fijos en el vacío, como si la muerte se hubiera acercado para reclamarla.
En la mansión Hang
El ambiente era igual de opresivo.
Verónica, la fiel sirvienta a quien Alondra había protegido durante años, permanecía paralizada por el miedo.
Las manos le temblaban y cada inhalación se le hacía un esfuerzo.
El teléfono rompió ese silencio angustioso, haciendo que casi se le cayera de las manos.
—¿Qué pasó? —exigió Alondra con voz