—Quiero que me des noventa días para reconquistar tu amor —dijo Félix con voz firme, pero cargada de una vulnerabilidad que no podía ocultar.
Ella lo miró incrédula, sus ojos enormes reflejaban sorpresa y una mezcla de desdén.
Luego, una risa ligera, casi burlona, escapó de sus labios.
—No me hagas reír —replicó, la ironía en su voz era un filo cortante—. Eso… eso está muerto, no lo puedes revivir.
Él avanzó hacia ella, cada paso medido, lento, como si el simple movimiento fuese un desafío a su resistencia.
Sus labios se acercaron peligrosos, intoxicantes, y ella deseó no sentir nada.
Pero su cuerpo, maldito, traicionero, se estremeció de manera involuntaria.
—¿Segura? —murmuró Félix, con una mezcla de desafío y deseo contenido, la voz grave rozando su oído.
Él la giró suavemente de espaldas, pegándola a su cuerpo, y el calor de su torso la envolvió, haciéndola temblar.
—Es muy sencillo —continuó, su aliento cálido acariciando su cuello—. Noventa días. Si luego de ese plazo aún quiere