Demetrio apretó el volante con fuerza mientras la carretera se deslizaba bajo las llantas. El viento golpeaba los cristales, la tensión se respiraba en el aire, y Melody apenas podía contener el temblor en sus manos.
Su mente gritaba que debía escapar, que no debía permitirle llevarla, pero su cuerpo estaba paralizado por la mezcla de miedo y desconcierto.
Cuando al fin llegaron al muelle, Demetrio no dudó ni un segundo. Con maniobras rápidas, metió el auto al ferry que esperaba listo para zarpar.
Los trabajadores miraron de reojo, sin imaginar que aquella escena estaba cargada de un drama que ninguno de ellos podía sospechar.
—¡Déjame ir, Demetrio! —intentó gritar Melody, la voz rota de rabia y de pánico.
Él negó con la cabeza, con los ojos encendidos por un fuego desesperado.
—¡No lo harás! —su voz tronó, grave, cargada de un dolor antiguo—. Melody, solo te pido una maldita oportunidad. ¿No puedes darme eso, aunque sea por los recuerdos, por los momentos de felicidad que alguna vez