Orla tenía el rostro contra el volante.
La sangre escurría lentamente por su frente, dibujando un camino sobre su piel pálida.
Estaba inconsciente.
El silencio dentro del coche chocaba con el rugir de la tormenta que se desataba afuera: el viento aullaba, la lluvia golpeaba con rabia, como si la naturaleza misma quisiera borrar aquella escena de la faz de la tierra.
Un hombre, que hasta ese momento había sido solo una silueta entre sombras, corría hacia el vehículo.
Intentó abrir la puerta del lado del conductor, pero estaba atorada.
Golpeó con fuerza varias veces, maldiciendo en voz baja.
El tiempo corría y la tormenta se volvía cada vez más feroz.
Finalmente, tomó una decisión desesperada: levantó una piedra y la lanzó contra la ventanilla trasera. El cristal estalló en pedazos, y el agua de lluvia entró como un torrente.
Metió la mano, abrió la puerta desde dentro y, con rapidez, se inclinó hacia ella.
Primero buscó un pulso. Al sentir los latidos débiles, pero presentes, exhaló c