El pasillo olía a desinfectante, y las luces blancas del hospital parecían demasiado intensas, como si quisieran desnudar los pensamientos de cualquiera que se atreviera a entrar.
Orla estaba recostada en la camilla, con la mirada perdida en el techo. Sus manos sudorosas apretaban la sábana con fuerza, como si con eso pudiera detener lo inevitable.
Una enfermera se acercó con un portapapeles.
—Necesitamos contactar a sus familiares, señora… —dijo con voz baja, casi compasiva.
Orla giró el rostro lentamente y la miró, sus ojos enrojecidos parecían cristales a punto de quebrarse. Negó con la cabeza, rotunda.
—No. No quiero. No quiero que contacten a mis familiares —dijo con un hilo de voz, cargado de desesperación—. Hagan el legrado. Firmaré todo lo que sea necesario.
Las enfermeras intercambiaron una mirada nerviosa. Era evidente que dudaban.
—Pero… —alcanzó a decir una de ellas.
Orla las interrumpió con brusquedad, aunque la voz le temblaba.
—Si no pueden hacerlo aquí, trasládenme a ot