Mientras tanto, Melody reía con esa coquetería fingida que tanto sabía usar como arma.
Estaba bebiendo con el señor Landeros, y cada sonrisa suya parecía una daga que atravesaba a Demetrio.
Él solo los miraba, inmóvil, pero por dentro hervía. Quería arrancar esa sonrisa de su rostro, quería gritarle que no jugara así, que dejara de torturarlo con su indiferencia.
Melody era un enigma cruel: con él, tan fría, tan distante; pero frente a otro hombre, parecía entregarse al juego del coqueteo con una facilidad venenosa.
El señor Landeros, ciego de ego y de ambición, interpretó esos gestos como sinceros, creyendo que la muchacha se rendía a su encanto.
El hombre hizo una señal con la mano y un mesero apareció de inmediato, trayendo una copa brillante, llena de un líquido espumoso.
Landeros tomó una primero y luego alzó otra en dirección a Melody.
—Brinde conmigo, señorita Melody —dijo con voz grave, condescendiente, como si ya tuviera derecho sobre ella.
Demetrio apretó los puños bajo la me