—Yo te amo, Melody, siempre lo he hecho —susurró Demetrio con una voz que parecía desgarrarse en cada palabra.
El corazón de Melody latió con tanta fuerza que sintió como si un golpe de hierro le partiera la cabeza en dos.
Una punzada violenta atravesó su mente, la respiración se le cortó y, jadeando, gritó:
—¡Necesito aire!
Sin pensar en nada más, caminó tambaleante hacia el balcón.
Su desnudez no le importaba, ni siquiera notaba el frío de la madrugada que se colaba por los ventanales.
Abrió la puerta de cristal con torpeza y salió al aire abierto, dejando que la luna iluminara su piel desnuda como si fuera un faro brillante en medio de la oscuridad.
Demetrio tardó unos segundos en reaccionar.
La pasión y la confesión lo habían dejado aturdido, pero cuando la vio expuesta en el balcón, riendo como una niña y al mismo tiempo tan vulnerable, la cordura regresó de golpe.
—¡Melody! —exclamó, corriendo tras ella.
Se quitó la chaqueta con desesperación y la envolvió con ella, intentando cu