El sol apenas comienza a rasgar el cielo cuando llego a la mansión Montenegro, el aire fresco de la mañana peinando mi pelo hacia atrás como si intentara alejarme de la puerta. El mayordomo me guía directamente al estudio, donde el señor Montenegro espera junto a una bandeja de café humeante, vestido con una bata de seda que parece costar más que mi salario mensual.
—Puntual como siempre —comenta, sirviéndome una taza sin preguntar—. Sabía que no resistirías la curiosidad.
El café es amargo, sin azúcar, exactamente como lo tomo. El detalle me incomoda más de lo que debería.
—Los ajustes al proyecto —digo, sacando mi tablet con dedos que se niegan a temblar—. ¿Qué necesita modificar?
Montenegro se ríe, un sonido suave que resuena en la habitación como un susurro de serpiente.
—Nada, por supuesto —admite, acercándose hasta que el aroma de su colonia —amaderada, especiada— me envuelve—. Solo quería verte sin tu guardaespaldas personal.
Retrocedo un paso, chocando contra el bo