El BMW de Alberto avanza por la avenida principal, los neumáticos rozando el asfalto con ese sonido suave de lujo bien mantenido. Los restaurantes de la zona desfilan ante mis ojos como escenarios de una obra que no quiero protagonizar. Alberto habla de vinos y reservaciones, pero sus palabras resbalan sobre mí sin dejar huella.
Hasta que los veo.
En el mismo parque donde los había visto antes, Kathy está sentada en un banco con Marcus y otros tres jóvenes que no reconozco. La escena me golpea como un puñetazo: Kathy, con los ojos vidriosos y una sonrisa floja, pasándose un porro con manos que no logran mantener la coordinación. Marcus tiene el brazo alrededor de sus hombros, pero su pose es más de dueño que de novio.
—¡Para el auto!—La orden sale de mi boca antes de pensarlo.
Alberto frunce el ceño.
—¿Aquí? Pero si el restaurante está a tres cuadras.
—Ahora, Alberto—insisto, ya con la mano en la manija.
El auto se detiene con un tirón. Antes de que pueda decir algo más, y