Las agujas del reloj de pared avanzan con una lentitud exasperante, como si el tiempo mismo conspirara contra mí. Cada minuto que pasa es un suspiro de alivio, un paso más hacia la certeza de que Alberto habrá desistido de esperarme después de tantas horas.
Las luces principales de la oficina están apagadas, salvo por el tenue resplandor de mi computadora y el círculo dorado que proyecta la lámpara de escritorio sobre mis documentos.
Fingí estar ocupada hasta tarde, pero en realidad solo espero. Espero y evito.
El silencio es tan denso que puedo escuchar cada pequeño sonido: el zumbido lejano de los fluorescentes que aún no se han enfriado, el crujido ocasional del edificio que se acomoda para la noche, el latido acelerado de mi propio corazón que parece decidido a delatarme. Mis dedos tamborilean sobre el teclado sin propósito, escribiendo palabras que borro inmediatamente.
Cuando paso frente al escritorio de Andrea, el teléfono estalla en un timbre estridente que me hace sal