El teléfono no deja de vibrar sobre mi mesa de noche. Cada notificación es un latigazo, una tentación que me obligo a ignorar.
Jesús (1:47 a.m.): Déjame explicarte. Déjame verte.
Jesús (2:23 a.m.): No fue un error. No puede serlo cuando te deseo así.
Jesús (3:12 a.m.): Camila. Por favor.
Apago la pantalla y entierro el rostro en la almohada. Si lo dejo venir, si lo tengo cerca, sé que no podré resistirme. Mis labios ya traicionan mi razón cada vez que pienso en él.
El sueño no llega. Cuando el amanecer asoma, me visto con ropa impecable, como si la perfección de mi atuendo pudiera compensar el caos interno.
La oficina está casi vacía cuando llego, pero su puerta ya está abierta. Jesús está allí, de espaldas, hablando por teléfono. Su voz grave resuena en el pasillo, y tengo que apretar los puños para no detenerme a escucharla.
Me refugio en mi escritorio, concentrándome en la pantalla hasta que los píxeles se vuelven borrosos.
—¡Camila!
La voz me ha