El agua hierve mientras busco una toalla en el armario. Mis manos tiemblan levemente al entregársela, evitando que nuestros dedos se rocen otra vez. Jesús la toma sin decir nada, secándose el pelo mojado con movimientos bruscos, como si intentara borrar más que solo la lluvia.

—Deberías cambiarte— dice de pronto, sus ojos oscuros recorriendo mi blusa empapada—. Podrías resfriarte.

La sugerencia me paraliza. Cambiarme con él aquí, en mi apartamento, bajo esta tensión que nunca nombramos, es como caminar sobre cristales. Pero si no lo hago, él lo sabrá. Sabrá que me afecta, que su presencia me desarma.

—Sí… tienes razón— murmuro, alejándome hacia mi habitación como si el suelo me quemara.

Cierro la puerta más fuerte de lo necesario. El vestido de dormir azul cuelga detrás de ella, sencillo, de tirantes, el que uso cuando el calor sofoca. Me lo pongo con movimientos rápidos, sintiendo cómo la tela se adhiere a mis curvas, demasiado consciente de lo poco que oculta.

No es para él, —m