Capítulo 8.
Me escoltaban seis guardias, tres delante y tres detrás, como si yo fuera una prisionera peligrosa en lugar de una loba que no tenía idea del por qué estaba en este castillo.
Subimos unas escaleras angostas, luego bajamos por un corredor interminable, después volvimos a subir otros dos niveles solo para descender por un tramo más largo que todos los anteriores juntos.
Después de diez minutos —quizás más— de caminar en círculos aparentemente sin lógica, terminamos frente a una puerta gigantesca, tan alta que parecía tragarse las antorchas que ardían a sus costados. Dos guardias la custodiaban como si fuera la entrada a un templo sagrado. Ambos se miraron antes de que uno abriera apenas una brecha y desapareciera dentro.
Me quedé allí, tragando saliva hasta que el guardia regresó.
—Puede entrar —dijo sin una pizca de emoción.
Mis piernas temblorosas decidieron avanzar sin consultarme. Cuando pasé por el umbral, la puerta se cerró detrás de mí con un golpe seco que resonó en las paredes