El estudio de Marcos estaba en silencio cuando Victoria golpeó suavemente la puerta y entró sin esperar permiso. Llevaba un vestido azul marino, el cabello recogido con pulcritud y una expresión que, aunque amable, escondía una firmeza inquebrantable.
—¿Tienes un minuto? —preguntó con voz suave, casi maternal.
Marcos asintió desde su escritorio. Había estado revisando unos informes, pero en cuanto la vio entrar, supo que no venía por trabajo. Lo dejó todo a un lado y se recostó en la silla, sin quitarle los ojos de encima.
Victoria se sentó frente a él. Lo observó unos segundos en silencio, como si buscara algo en sus facciones, como si intentara encontrar al niño que había cuidado durante años, al joven que había visto crecer.
—Marcos… ¿cómo va todo con tu amante?
La pregunta cayó como una piedra en el agua. No hubo escándalo ni sorpresa, solo la honestidad cruda de alguien que ya lo sabía todo y no buscaba negaciones. Marcos se tensó, pero no se hizo el desentendido.
—No la he dejad