Victoria salió del estudio con el corazón agitado, como si hubiese corrido una maratón. Cerró la puerta con cuidado, sin hacer ruido, pero por dentro, todo en ella gritaba. Bajó las escaleras en silencio, ignorando a las criadas que la miraban de reojo, y cruzó el salón hasta abrir la puerta del jardín trasero.
El aire fresco de la noche la recibió con una brisa suave que le revolvió el cabello y la garganta. Caminó despacio entre los rosales, sintiendo cómo el rocío se acumulaba en la punta de sus zapatos. Necesitaba respirar. Necesitaba pensar. Pero sobre todo, necesitaba no llorar. No todavía.
—No puede estar pasando esto… —murmuró, dejando caer los hombros con agotamiento.
Se sentó en una de las bancas blancas del jardín, aquella que daba directamente al pequeño estanque que Isabella tanto adoraba. Cuántas veces la había visto ahí, con un libro entre las manos o simplemente contemplando el agua como si encontrara en ella respuestas que nadie más podía darle.
Isabella.
La sola imag