Isabella volvió a entrar a la oficina de Marcos con una sonrisa que no pudo ocultar. Su paso era ligero, casi danzante, y en sus ojos brillaba una mezcla de alegría y ternura. Se notaba que algo le había dado una pequeña dosis de felicidad, a pesar de la tensión del día.
Marcos, en cambio, apenas alzó la vista de su computadora. Solo necesitó verla para que un gesto amargo se dibujara en su rostro. Frunció los labios, dejó el bolígrafo sobre la mesa con firmeza y cruzó los brazos, viéndola con dureza.
—¿Listo el almuerzo con el gran Fernando? —soltó con sarcasmo, sin disimular su incomodidad.
Isabella lo miró, sin borrar del todo su sonrisa, aunque sus ojos ya reflejaban cierta molestia.
—Fue solo una llamada, no un almuerzo, Marcos —respondió con calma—. Y tampoco es tu problema.
—¿Ah no? —replicó él, alzando un poco más la voz—. Me parece curioso que justo hoy sí tengas tiempo para almorzar. Porque otros días te he visto aguantar el hambre hasta que casi te desmayas por terminar tus