La tarde cayó con un tono dorado sobre la ciudad. El cielo, despejado, parecía ajeno al torbellino que cada uno llevaba por dentro.
En la mansión D’Alessio, Marcos estaba frente al espejo de su habitación, abotonándose lentamente la camisa negra que combinaba con un saco elegante de corte italiano. El reloj marcaba las 6:47 p. m.
No tenía intenciones de sonreír aquella noche. No era una cita, ni un reencuentro esperado. Era, según él, una obligación.
—Una cena con una mujer que no conozco… y con la que comparto un apellido —masculló mientras se colocaba el reloj.
Lo único que no dijo en voz alta fue lo que realmente lo molestaba: el leve temblor que sentía en el estómago desde que Victoria le anunció la cena. Y esa sensación extraña que no lograba identificar… como si algo estuviera por explotar.
Se echó un poco de perfume, pasó una mano por su cabello y bajó las escaleras con paso firme. Victoria lo esperaba en el hall con un leve gesto de aprobación.
—Gracias por no rechazarlo, Marc