A medianoche, la puerta del dormitorio se abrió con sigilo. El leve chirrido de las bisagras fue suficiente para que Marcos, aún despierto en el sofá, girara el rostro. No dormía. No podía. Llevaba casi una hora sentado allí, con el vaso de vino olvidado entre los dedos, el pecho desnudo, los pensamientos desordenados y el cuerpo en tensión.
La luz cálida del pasillo se filtró suavemente cuando Isabella cruzó el umbral. Llevaba puesta una bata de satén color marfil que se ceñía con sutileza a su figura. Su cabello estaba recogido de forma improvisada, con mechones sueltos que enmarcaban su rostro, y sus pies descalzos apenas hacían ruido sobre la alfombra. No hablaba. No sonreía. Solo lo miraba, como si no supiera bien por qué había salido… pero tampoco pudiera quedarse más tiempo en esa habitación.
Sus miradas se encontraron en medio de la penumbra, y por un instante, el tiempo pareció detenerse. El silencio que los envolvía era más elocuente que cualquier palabra. Pero esta vez, Mar