La suite del hotel en el corazón de Milán era más un suspiro de lujo que un simple lugar de descanso. Cada detalle estaba diseñado con sutileza: los muros de tonos cálidos, los acabados de madera noble, los jarrones de cristal tallado con flores frescas, y una amplia terraza con cortinas de lino blanco que danzaban suavemente con la brisa. Desde allí, la ciudad se extendía como una pintura viva: el perfil de los tejados antiguos, el trazo lejano del Duomo, y más allá, el cielo italiano que comenzaba a teñirse de oro y coral.
Isabella se detuvo en el umbral de la terraza, descalza, con el cabello suelto cayéndole por la espalda. Se había quitado la blusa de seda y ahora solo llevaba una camiseta de algodón ligera y sus pantalones claros, con los pies rozando el mármol frío. Se apoyó contra el marco de la puerta y dejó que el viento le acariciara el rostro. Respiró hondo. No sabía si era el clima, la ciudad o la forma en que él la miraba… pero todo en ese instante se sentía diferente.
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