La suite estaba en silencio. Solo el suave crujido del viento contra las ventanas del piso veintiuno rompía la calma artificial de la habitación. Las luces estaban bajas. El aire acondicionado zumbaba sutilmente. Y sin embargo, dentro de Isabella, había una tormenta que nada tenía que ver con el clima exterior.
Cuando salió del baño, con una bata blanca del hotel ajustada con firmeza al cuerpo, lo encontró ya en la habitación principal, quitándose la camisa frente a la cama king size.
Su espalda ancha, su piel marcada por la tensión de un día largo, y la manera natural en que se desabotonaba, sin mirarla, hacían que cada centímetro de ella gritara por mantener el control.
—¿Qué haces? —preguntó Isabella, cruzando los brazos.
Marcos giró el rostro hacia ella con una expresión tranquila, como si la pregunta fuera innecesaria.
—Preparándome para dormir.
—¿En esa cama?
—Claro. Es una cama. Grande. Cómoda.
Ella frunció el ceño y caminó un paso más hacia él.
—¿Y el sofá? —señaló con la cabe