La casa estaba en silencio, envuelta en una calma que solo se rompía por el leve susurro del viento nocturno que se colaba por las rendijas de las ventanas. Isabella había terminado de revisar por tercera vez su maleta. Todo estaba en orden: documentos, ropa formal, cargadores, incluso un libro que sabía que probablemente no tendría tiempo de leer. Pero no era el equipaje lo que la inquietaba… era el vacío que iba a dejar por unos días.
Cerró la cremallera y caminó descalza por el pasillo iluminado por la tenue luz de una lámpara de noche. Se detuvo frente a la puerta de Sofía. No hizo ruido al entrar, pero su sola presencia hizo que su pecho se apretara.
La niña dormía plácidamente, abrazando a su osito de peluche. Su respiración era suave, pareja. Tenía una mejilla aplastada contra la almohada y el cabello alborotado en suaves ondas que caían sobre su frente. Isabella se acercó despacio, se sentó al borde de la cama y se quedó mirándola como si quisiera memorizar cada rasgo.
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