El reloj marcaba las 3:42 p. m. y la oficina de Marcos estaba en completo silencio, salvo por el golpeteo suave de los dedos de Isabella sobre el teclado. Estaba sentada frente a él, en una mesa auxiliar, revisando nuevamente el contrato de importación con Zurich. Marcos, al otro lado del escritorio, hojeaba unos documentos, pero su mirada no había vuelto a fijarse en el papel desde hacía al menos diez minutos.
La luz de la tarde entraba tamizada por las cortinas. El ambiente era tenso, pero tranquilo. Había algo distinto entre ellos. Desde la noche anterior en el hospital, ninguno había mencionado el beso, ni lo que compartieron entre susurros, ni el nudo invisible que los unía desde entonces.
Y entonces, el teléfono de Isabella vibró.
Lo revisó con disimulo. Pero cuando leyó el identificador de llamada, se le borró el color del rostro.
—¿Todo bien? —preguntó Marcos, levantando la vista al instante.
Isabella no respondió. Apretó el celular contra el oído y se giró ligeramente, de esp