El hospital estaba silencioso, pero no era un silencio normal. Era un silencio espeso, pegajoso, que parecía adherirse a la piel de Isabella cada vez que inspiraba. El olor a desinfectante, a sangre seca, a metal estéril… todo se mezclaba con el temblor de sus manos. Caminaba de un lado a otro frente a la sala de espera, incapaz de quedarse quieta. Trataba de respirar, pero cada inhalación le quemaba el pecho.
Era culpa.
Culpa pura, cruda, hirviendo bajo su piel como lava contenida.
Leo estaba sentado en una de las sillas largas, con las piernas encogidas y los ojos rojos. Tenía apenas trece años, pero esa noche la vida le había puesto un peso de adulto sobre los hombros. Marcos estaba junto a él, dándole palmaditas en la espalda, murmurándole que todo iba a estar bien, aunque ni él mismo creía sus palabras. Camilo se había acercado minutos antes con dos vasos de agua, pero ninguno los había tocado.
Isabella sostenía el teléfono en la mano, como si aún escuchara la voz desesperada de