Habían pasado dos días desde que Marcos fue ingresado al hospital. Desde entonces, Isabella no se había movido de su lado. Dormía a ratos en el sillón junto a la cama, pendiente de cualquier movimiento, de cualquier cambio en su respiración.
El ambiente de la habitación era silencioso, apenas interrumpido por el sonido constante del monitor cardíaco. La luz tenue del atardecer se filtraba por la ventana, tiñendo el cuarto de un tono dorado que contrastaba con el frío del lugar.
Marcos, recostado sobre las sábanas blancas, parecía más débil de lo que realmente estaba. Había aprendido a controlar cada gesto, cada respiración, fingiendo un cansancio mayor para no perder lo único que lo mantenía con fuerzas: verla allí, tan cerca, cuidando de él.
—¿Sigues aquí? —susurró con voz apenas audible.
Isabella levantó la mirada del libro que intentaba leer para distraerse. —Claro que sigo aquí —dijo con calma—. No podía irme sabiendo que seguías mal.
Marcos sonrió débilmente. —No pensé que volver